Esta web contiene cookies. Al navegar acepta su uso conforme a la legislación vigente Más Información
Sorry, your browser does not support inline SVG

CRÓNICAS DEL ESPACIO INTERIOR

Armado caballero

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión07-11-2004

Pocas veces esperó su corazón con tal inquietud una fecha. Solía olvidarse de su propio cumpleaños, pero tuvo presente al espíritu el 4 de noviembre con semanas de antelación. Apenas pensó en aquel día: ni en lo que ocurriría, ni en cómo se vestiría, ni en quién conformaría el tribunal que los armaría caballeros. Sólo recordaba que allí estarían sus queridos compañeros y maestros y que todos los escuderos tendrían un diploma iluminado a mano, con el cariño y la dedicación humilde de un maestro que perdía el poco tiempo libre -robado al sueño- de que aún disponía. Un hombre llamado a contemplar, relatar y vivir lo más alto, gastaba pluma, tinta y sueño por completar un sencillo gesto para aquellos jóvenes escuderos. Sólo recibir aquel papel, fruto del amor, el saber y la abnegación era ya un regalo inmerecido. Dos años de esfuerzo y sacrificios, de trabajo consciente y constante, de dolores y renuncias plenas de sentido, de algunos sinsabores, pero de una luz que guiaba el camino y de la fuerza de la mucha camaradería. Dos años plagados de pequeñas batallas coronadas por victorias que eran posibles gracias al descanso del guerrero. Ocurría al caer la noche: algunos de los compañeros se reunían en torno al fuego y la comida. Uno contaba sus hazañas mientras el resto escuchaba con respeto; luego, otro tomaba el testigo. Al final, unos enseñaban nuevos golpes que otros aprendían y, juntos, perfeccionaban sus movimientos, sus técnicas, sus estrategias, sus conocimientos. Recobraban aliento y ciencia para un nuevo combate. Maestros y compañeros de batalla -futuros caballeros-, se mostraban generosos, desprendidos, magnánimos. Todos ocupados en abrazar juntos la verdad, el bien y la belleza; ni una sola mirada envidiosa o suspicaz al compañero de al lado; si acaso, un gesto alegre o un brazo salvador en los momentos difíciles. De todo se admiró el joven escudero: quiso hacer suyas aquella generosidad, aquella dedicación, aquel amor desinteresado, aquella inquietud por el saber, aquella constancia, aquella fidelidad, aquella humildad. Virtudes que pocas veces había visto tan reunidas en tantas personas juntas, virtudes que quiso hacer propias. Rodeado de aquellos gigantes de la virtud, el día de la graduación, el joven escudero escuchó su nombre, pronunciado el último de todos. Luego, un latín hermoso y secreto del que sólo -nervios- escuchó la última palabra, que no fue pronunciada para los anteriores caballeros: et honore. Aplausos. Felicitaciones. Él, algo aturdido, como quien se encuentra de repente en el cuerpo de otro, respondía: “no es nada”, “el honor es mío”, “esto no me lo merezco, es de mis compañeros”... Pero nadie le hacía caso. Nadie parecía comprender que de veras no sentía el mérito como propio. Aquello no era un justo reconocimiento y no podía sino avergonzarse, porque aquello era un regalo. Un regalo de sus compañeros, de sus padres, de sus maestros, un regalo invisible en su persona y en su circunstancia de esa verdad que es vida y que invita a ser vivida. Sólo quería dar las gracias, y sabía -y no sabía- a quién. Ahora, nobleza obliga, ha de honrar aquel reconocimiento, en nombre de sus compañeros y maestros, a quienes necesita y añora aún cada noche, durante el descanso del guerrero.

Fotografía de Álvaro Abellán

$red

Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach