CRÓNICAS DEL ESPACIO INTERIOR
Orgullo
Por Álvaro Abellán2 min
Opinión04-07-2004
Toda celebración de orgullo subraya un victimismo. Toda reivindicación vanidosa muestra más complejos que seguridades. Toda lucha de corazón sin razón y de exigencia sin compromiso revela inmadurez. “La vanidad es mi pecado favorito”, repite un Al Pacino que interpreta a Satán en Pactar con el diablo. Es la vanidad la que suele perder al hombre. Pero, contra la apariencia primera, la vanidad no es un profundo amor a uno mismo; sino un hondo desprecio. De esa raíz que es el odio a uno mismo brota una exagerada autoafirmación que es coraza psicológica para ocultar nuestra propia miseria. Así le pasó a El caballero de la armadura oxidada, cuyo blindaje metálico de victorias ahogaba su corazón y asfixiaba su verdadera capacidad de amar, que consiste, primeramente, en aceptarse a sí mismo. El hombre es a la vez dios y gusano. Si sólo fuera gusano, no podría pensarse a sí mismo. Si sólo fuera dios, no habría diferencia entre su realidad y sus deseos. Pero resulta que yo, hombre, dice San Pablo, “no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero”. Y ésta es la tragedia que expresa Benedetti con ecos de dictaduras, pero también de 11-M: “¿Por qué el mundo soñado no es igual que este mundo de muerte a manos llenas?”. Y la tragedia del hombre, que es desear y querer aquello que no logra hacer, sólo puede ser superada si se acepta. Ha de saber que no es dios y gusano, sino que es más que gusano y menos que Dios. “Humildad es andar en verdad”, dice Santa Teresa de Jesús. Y es la verdad la que le hace cantar gozoso al poeta Miguel D’ors “Misión cumplida: soy el fracaso perfecto”. “Después de todo [de nuevo Benedetti] usted y yo sabemos que, en el fondo, el amor, ¡el amor! [que no el sexo] Es una cosa seria. Por favor, esto último no vaya a publicarlo".