CRÓNICAS DEL ESPACIO INTERIOR
La niña y el mar
Por Álvaro Abellán2 min
Opinión01-04-2002
“Maaa”, remedaba Laura señalando el azul mediterráneo desde el puerto de Alicante. Mi sobrina de año y medio aún no sabe que el mismo color que ahora admiraba desde mis brazos está ya en sus ojos, para dolor de futuros y románticos pretendientes. Los mayores discutían y su hermana Irene, de cuatro años, correteaba y chillaba con su padre. Pero ella miraba fijamente y señalaba yo que lo le había nombrado. Y remedaba, asombrada: “maaa”. Igual que el pequeño se admira ante las cosas deberíamos los mayores hacernos humildes, pequeños, para admirar el mundo para contemplar ese zoco de azules y verdes, en vez de llenarlo de residuos. Tuvieron que ser dos de fuera quienes desde La Cantera dieran ejemplo de cómo cocinar junto al mar. Dos de fuera que, aún no vencidos por esa costumbre de “donde hay confianza, da asco”, sirvieran de ejemplo a turistas desaprensivos, sean autóctonos u ocasionales. Porque turista no es el que llega a una tierra nueva, sino el que no conoce ni respeta la tierra donde está. La tarde anterior, Irene jugaba con un teléfono roto, dividido verticalmente. Para ella, eran dos teléfonos. Ya ha aprendido a completar las formas incompletas: con medio teléfono, puede imaginarse el resto; puede jugar con las partes rotas sin reparo. Laura, en cambio, con ese sentido común que echa de menos la unidad, cuando ve las partes dice con la “r” de su padre: “goto”. No puede ignorar la fractura, no puede jugar con las partes. Unos dirán que aún no tiene esquemas mentales ni las reglas de percepción desarrolladas (Gestalt), pero yo aplaudo ese no acostumbrarse a lo incompleto. Ese añorar la unidad perdida. Ese darse cuenta de la fractura y decir, apenada: “goto”. El hombre contemporáneo, las personas mayores (El Principito), se resquebraja en su interior como le ocurre a su mundo, a su relación con las otras personas, con la naturaleza y con Dios. Una unidad que rota o sucia pierde su ser verdadero, bueno, bello. Sólo los ojos de los niños muy niños, los ojos de Laura, ven la belleza del mar. Porque no lo completan con una percepción desarrollada -que le pone las costas y lo usa con barcos o arrojando basura-, sino que lo ven completo por sí mismo: uno, bueno, verdadero, bello. Y no pretenden usarlo, cruzarlo ni poseerlo sino señalar, para que compartamos con ellos la experiencia y contemplemos juntos, extasiados, el “maaa”.