SIN CONCESIONES
Una muerte rápida
Por Pablo A. Iglesias3 min
Opinión17-12-2006
Apenas tuvo cinco meses para despedirse de la vida y de los amigos. En verano le detectaron un cáncer de pulmón y hace escasos días murió en un hospital de Madrid. Loyola de Palacio tenía 56 años. Fue ministra de Agricultura y vicepresidente de la Comisión Europea. Desde muy joven dedicó su vida a la política con la sana intención de defender aquello en lo que creía firmemente. Podrían decirse muchas cosas de ella, pero pocas vienen al caso. Era una gran profesional, como destacan sus amigos. Pero, sobre todo, era una persona excepcional, como han ensalzado hasta sus enemigos tradicionales. Loyola de Palacio era hija política de la Transición. Curiosamente, el espíritu de consenso y el entendimiento que caracterizó aquella época parecen haberse marchado a la tumba de la mano de Loyola. Visto el enfrentamiento entre PP y PSOE, su muerte parece una metáfora de las posibilidades de reconciliación entre Zapatero y Rajoy. Más allá del ámbito político, la pérdida de Loyola de Palacio contiene una gran enseñanza para quienes quieran aprender algo positivo para la vida. Por ejemplo: la muerte no entiende de ideologías. De hecho, a un diputado del PSOE acaban de asegurarle que le quedan seis meses de vida por culpa de otro cáncer. Todo un drama. Ser consciente de que tu vida acaba puede convertirse en un trauma existencial o en un descubrimiento interior. Enfrentarse a la muerte es afrontar la verdadera dimensión del ser humano, supone percatarse de la pequeñez del individuo en la grandeza del universo, implica hacer balance de todo lo vivido, es examinar el comportamiento de uno mismo ante el espejo de la verdad, es reconocer los errores propios y dolerse de los males provocados. Cuando la muerte llega de manera tan inesperada y a la vez tan fulminante como un cáncer, las reflexiones fluyen con mayor intensidad. La cercanía de la muerte ha obrado multitud de conversiones que nadie había logrado jamás en vida. Es curioso, casi paradógico, que la incógnita del más allá pueda generar la mayor esperanza: la de creer con fe ciega que la muerte no es el final y que la vida prosigue tras ella. Esta sociedad tan civilizada y supuestamente avanzada del nuevo milenio ha retrocedido, en cambio, varios siglos a la hora de comprender la limitación de la vida terrenal. Hospitales, tanatorios y cementerios están previamente diseñados como centros de escondite para la muerte cuando, en realidad, deberían ser puertas de luz hacia la vida, otra vida. El materialismo capitalista de nuestros tiempos ciega nuestros ojos como quien busca evitar un cruce de miradas con la verdad del ser humano. En este maratón de avaricia, olvidamos que ni siquiera los faraones de Egipto, hombres de inmensas riquezas, olvidaban la trascendencia de la vida. Ninguna posesión salva de la muerte. Ninguna. Cuando la muerte acecha, aparece la escala de valores que realmente importa. Pueden elaborarse listas con cosas que hacer antes de morir, pero más temprano que tarde uno comprende que más importante que hacer es ser, ser el que uno debe. Loyola de Palacio estaba convencida de morir era el comienzo de otra vida repleta de paz y alegría. Esa firmeza en su fe calmó la angustia de muchos amigos. Ahora son ellos los que buscan respuestas ante la duda de si la vida les dará alguna vez un ultimátum de cinco meses.
Seguir a @PabloAIglesias
Pablo A. Iglesias
Fundador de LaSemana.es
Doctor en Periodismo
Director de Información y Contenidos en Servimedia
Profesor de Redacción Periodística de la UFV
Colaborador de Cadena Cope en La Tarde con Ángel Expósito