SIN ESPINAS
Madurez de corazón
Por Javier de la Rosa3 min
Opinión20-03-2004
Jesús les dijo: “Todo reino dividido por luchas internas va a la ruina y se derrumba casa por casa” (San Lucas 11). El pueblo español es auténtico porque sus gentes tienen el corazón caliente. Por eso, cuando los extranjeros llegan a nuestro país se sienten abrigados y alucinan con nuestra capacidad de acogida. Es lo que los norteamericanos y europeos llaman open mind, personas de mente y espíritu abierto. Un clima que fomenta la alegría, una historia rica y viva y la manera que tenemos de entender la vida han hecho de nosotros una de las sociedades más humanas que pueblan este planeta. Además, el mundo nos quiere. Hablan maravillas de nosotros, les caemos bien, nos envidian sanamente y desean vivir en nuestras tierras o, al menos, pasar un tiempo con nosotros. Adoran nuestra gastronomía, nuestro sol equilibrado, se deslumbran con los paisajes que ofrece está Península y sus islas y admiran a nuestros literatos, pintores y al resto de creadores de antaño y presente. De hecho, vienen a empaparse de ese espíritu que emana desde cada palmo del suelo español. Sin embargo, todo este dechado de virtudes, todo el conglomerado de coincidencias que nos constituyen como un pueblo inmensamente afortunado, contrasta con el eterno rencor que nos guardamos unos españoles a otros. No entiendo esa querencia genuinamente nuestra por crear trincheras, esa vehemencia por formar bandos, ese afán por etiquetar al adversario, ese deseo de proscribir al de enfrente. No concibo la contradicción que emerge al considerar al extranjero como un español más y al español como rojo o azul, progre o facha, de la derechona o de la progresía, izquierdoso o retrógrado, reaccionario o liberaloide, rancio o anárquico. Hasta que los españoles no nos demos cuenta de que humanamente nos diferenciamos muy poco unos de otros, no desaparecerá ese rencor emergente y ese odio visceral que los más extremistas de uno y otro fortín propagan sin rubor desde sus púlpitos mediáticos. Decía el maestro Ortega que “el rencor es la emanación de la conciencia de inferioridad”. Por eso, son siempre los más acomplejados del lejano pasado y ahora los que están a la que salta, los que profieren los insultos más graves, los que alzan la voz para terminar lanzando espuma y babas por la boca y los que nos encabronan a todos defecando tanta inquina y animadversión. No sé a quien beneficia tanta grosería nauseabunda e irracional. No sé cómo tanto agitador de masas puede creer que por derecho, unos son superiores a los otros. Es, si cabe, más trágica la reacción de las voces representativas de nuestra opinión pública en un momento acotado al respeto, la ilusión, la esperanza y la unión en la lucha contra quienes quieren destruir nuestro modelo de convivencia. Unos dicen de los otros exactamente lo mismo. Por eso, quien en los medios de comunicación, incluido Internet y el móvil, se dedica a separar a la gente, a abrir una nueva brecha o hurgar en la herida de la sociedad española, demuestra no tener visión alguna y no hace más que mermar la coexistencia pacífica que tantos frutos nos ha dado. Por mucho que intento ver a quién le interesa que los españoles estemos divididos, no encuentro más beneficiario que aquel que quiere hacernos daño: el terrorista. Quien tiene por objetivo la guerra dice: divide y vencerás. Por eso, es necesario mirar con más altura, perspectiva y distancia que la que va de nuestra cabeza a nuestro ombligo. Porque, en realidad, son más las cosas que nos unen entorno a la hoguera de la Paz, que las que nos diferencian. Lo demostramos el viernes 12 de marzo cuando las lágrimas del cielo de Madrid humedecían todavía más nuestros ojos incrédulos. Pero sólo la humildad y el perdón verdadero otorgará a los españoles la madurez de corazón necesaria para superar estos trances.