ROJO SOBRE GRIS
Domingo de respuesta
Por Amalia Casado
3 min
Opinión05-04-2009
Ha llegado la hora: la de ponerse delante del teclado para decir algo interesante. Hoy tengo la tentación de copiar a mi compi. Como si estuviera en un examen, he torcido el ojo, y a través de esa discreta y poderosa mirilla que es el rabillo, he leído su título: "El IBEX y el matrimonio". No es un título original. Es el de uno de esos artículos que esta semana ha dado la vuelta al mundo en Internet porque está bien escrito, tiene gracejo, algo que contar y un poco de transparencia: ya saben, ese tono de intimidad con el que quien escribe deja entrever las carnes de su propia vida. Son cinco consejos para un matrimonio feliz que nos regala Mc Coy, uno de los bloggers más leídos en temas económicos. Un tipo sensacional donde los haya que ha recibido el atractivísimo don de la palabra. Se lo recomiendo, porque es además uno de esos ejemplos de por qué algo triunfa y corre de inbox en inbox, que es la forma de decir ahora "de boca en boca": personal, claro, fácil de leer, que tiene que ver con la vida y que sirve para la vida. Pero de lo que yo quería hablar en realidad hoy es del final. A mí me ponen triste los finales, y siempre me he preguntado por qué será. Lo he pensado en muchas ocasiones desde la primera vez que me pasó. Fue el día de mi primera comunión. Fue uno de los días más felices de mi vida y creo que no hay otro del que retenga tantos detalles en mi memoria. Creo que he sido una niña prematura, es decir: madura con antelación. Son cosas que pasan y que uno no busca. Le vienen, y punto. El caso es que hay cosas importantes de la vida que ya experimentaba de pequeña con profundidad. Aquel día de mi primera Comunión, entre otras cosas que no vienen al caso, descubrí la tristeza que sigue a las cosas maravillosas que se acaban. Me costó quitarme el vestido. Me lo había hecho mi madre, y lo dejé perdido de unas manchas naranjas que jamás se pudieron quitar. Recuerdo el pijama que me puse esa noche. Era naranja y blanco. Me senté en un rincón de la habitación y tenía unas ganas tremendas de llorar, pero no quería. No me importaba llorar de rabia o cuando me enfadada, pero sí cuando sentía que me pasaba por dentro algo importante. Sé por qué. Era para que no me preguntaran. Era para no tener que desnudar mi alma, para no tener que dar explicaciones de algo para lo que casi ni yo tenía palabras. Un sencillo "me da pena que se acabe el día" no hubiese sido suficiente. Había algo más. Era la dolorosa experiencia de que las cosas se terminan entrando en conflicto con el anhelo de que sean para siempre. Y aquella batalla estaba librándose dentro de mí. Aún me sucede. Las canciones que me gustan las repito una y otra vez sin solución de continuidad para que el final sea sólo el preámbulo del principio. Cuando veo a mis seres queridos y llega la hora de marchar, necesito un verdadero ejercicio de voluntad, y al cerrar la puerta me hipa el cuerpo invisible que llevamos dentro. Me duele la palabra adiós, y creo seriamente que es uno de los motivos principales que me han llevado a ser ciertamente impuntual. Gracias a Dios, en unos días es domingo de respuesta. Para mí significa que ese anhelo de eternidad no es una broma pesada de la vida, sino hambre de "para siempre" que cuanto más grande sea más saciada será. Lo creo. Es el auténtico Rojo sobre gris que colorea toda mi vida.
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Amalia Casado
Licenciada en CC. Políticas y Periodismo
Máster en Filosofía y Humanidades
Buscadora de #cosasbonitasquecambianelmundo