¿TÚ TAMBIÉN?
El amor frente al destino
Por Álvaro Abellán
3 min
Opinión11-05-2008
Me preguntaron no hace mucho por la visión de Dios que plantea la película Como Dios, protagonizada por Jim Carrey. Como hace algún tiempo de su estreno e incluso contamos con una secuela, tuve que verla de nuevo y saqué la siguiente conclusión: Como Dios es una película que nos dice muy poco sobre Dios y mucho sobre los hombres. Si buscamos la “teología” de la película, veremos que ésta resulta decepcionante, equivocada y, en el mejor de los casos, divertida. Si buscamos la “antropología”, sin embargo, tendremos material para un ensayo y encontraremos ecos de otras grandes reflexiones éticas en la línea de Atrapado en el tiempo y de ¡Qué bello es vivir!, filme de Capra al que esta producción hace guiños evidentes. Bruce (Jim Carrey) es un hombre cuyo único motor en la vida se resume en alcanzar un puesto de trabajo muy concreto. Pasa el día preocupado por conseguirlo y acumula todos los méritos posibles, comparando y midiendo su trabajo en relación con el de sus compañeros. Aunque hace reír a la gente con sus noticias, considera que le encargan trabajos de poco prestigio y de baja audiencia. Considera su vida personal un desastre por no ganar el suficiente dinero y vivir en un pequeño apartamento con su novia y un perro que sistemáticamente orina en los muebles de casa. En definitiva, es un hombre situado en el ideal de dominio: preocupado sólo por sí mismo, cuyo ideal de vida es tener más y mejores cosas y que considera que la felicidad -la suya y la de los demás- pasa por satisfacer los propios deseos. Así, no es de extrañar que todos los reveses que recibe de la vida -que no son pocos, al equivocar el ideal- se los achaque a gente malvada y a un Dios injusto. Dios, sin embargo, escucha. Le da a Bruce todos sus poderes para que aprenda una lección. Durante ese tiempo, Bruce estropea más las cosas y a toda su ciudad, además de a él mismo, le va todo mucho peor, hasta el extremo de que este Bruce-Dios es incapaz de mantener enamorada a su novia, y la pierde: “¿Cómo puedes obligar a alguien a amarte si respetas su libre albedrío?” Le pregunta Bruce a Dios. “Cuando sepas eso, me lo cuentas”, responde. Pero Dios sabe cómo; y Bruce lo aprende: si el ideal de dominio no sólo no puede obligar a amar, sino que mata al amor, el ideal de creatividad y el del amor se identifican. Así Bruce dejará de preocuparse de sí mismo, dejará de ser el centro del universo, dejará de preocuparse del puesto de trabajo y de tener cosas para aprender a amar de verdad y dejará de preocuparse de sus deseos. Empieza a rezar: pero no pide que su novia vuelva con él; pide que ella sea feliz. La película termina con un Bruce recuperándose de un atropello, pero re-enamorado de su novia y de su antiguo trabajo: hacer felices a los ciudadanos de su localidad relatando las noticias que nos hacen más humanos y que nos muestran que los milagros -los humanos, no los de Dios- están en nuestra mano: basta con vivir el ideal del amor para vencer los golpes del destino. Lo escribía Farol Wojtyla en su Taller del Orfebre: “El amor es un constante desafío / que Dios mismo nos lanza, / y creo que lo lanza / para que desafiemos la fuerza del sino”. Cuando uno opera ese milagro en su interior, vive el ideal del amor y derrota los dominios del destino, comunica su dicha a quienes le rodean e inaugura, con ellas, ese lugar donde la vida se ensancha.