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SER UNIVERSITARIO

La hora del examen

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión18-06-2006

Llega “la hora del examen”: se vacían las clases, se llena la biblioteca, aumenta el consumo de excitantes y el nerviosismo y la ansiedad perturban el alma de los alumnos. “La peor época del año”, dicen unos; “No sabes lo mal que lo paso”, contestan otros. “Es lo que toca”, dicen, resignados, casi todos. “Es lo que toca”. Como si esta situación, además de habitual -lo que sucede con cierta frecuencia-, fuese también normal -lo que sucede conforme a lo que debe ser-. Como sucede a menudo con el prejuicio de la habitualidad, nada hay más falso que pensar así. La hora del examen no es el tiempo de estudio, sino el de exposición de lo aprendido. En la hora del examen el profesor calla y es el alumno quien ilumina la realidad con su saber recién adquirido. En la hora del examen el estudiante se afirma a sí mismo, demuestra su capacidad de trabajo, irradia su amor por el saber, y brilla, radiante, al encarnar su vocación. La hora del examen es el momento definitivo del estudiante, su tiempo de gloria, su prueba de maduración, la objetivación de su cualificación intelectual. Es verdad que es en el examen cuando un alumno se la juega. Es verdad que es la prueba definitiva en la aventura de los estudios. Eso justifica los nervios, las mariposas en el estómago y la tensión. Todos esos síntomas, no obstante, no son los del reo de muerte, sino los del héroe antes de entrar en combate. Todos esos síntomas se curan en el momento en que el profesor reparte el examen: Alea iacta est (la suerte está echada). Comienza el combate. Un combate contra uno mismo: contra la propia ignorancia que nos acompaña cada día, contra la pereza que nos asedió a cada hora de estudio, contra nuestras limitaciones al tratar de expresarnos... Pero, también, un combate por uno mismo: un combate para aprender a ser quien quiero llegar a ser, un combate que me prepara para el futuro, un combate que me sitúa unos metros más cerca de mi sueño, un combate que me dará nombre y honor -el ansiado título- y reconocerá mi valía ante el resto del mundo. Después, la fiesta. Fiesta que sólo tiene sentido si algo hay que celebrar tras el examen. Porque la fiesta es signo de celebración y nada ha de celebrar un estudiante que no supere sus propias metas. Ahora bien: si el examen es la fase final de la aventura del estudiante, si es el reto más digno de superación, si es la puerta al cumplimiento de su vocación y al reconocimiento público de su valor… ¿Cómo es posible que muchos lo consideren “la peor época del año”? Sólo hay dos posibles respuestas: o no han vivido el resto del año como estudiantes -y no están preparados para afrontar el reto- o no tienen vocación ninguna por el estudio. En ambos casos, quien sufre más pena que alegría al enfrentarse a los exámenes debería preguntarse qué hace estudiando. Por su bien, y por el de todos, debería encontrar su propio sitio y no usurpar el de otro. Porque no hay peligro en un estudiante sin vocación, pero cuando el grito de “odio los exámenes” es generalizado, se anuncia un futuro lleno de usurpadores. Quizá, aun en otro contexto, ya lo anunció Ortega en su Rebelión de las masas: seremos gobernados por universitarios que ya en tiempo de exámenes lloraban por una nota, se drogaban para aguantar una noche y vivían su peor época cuando tenían que rendir cuentas de su trabajo. Qué futuro nos aguarda.

Fotografía de Álvaro Abellán

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Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach