SER UNIVERSITARIO
El hombre y el simio
Por Álvaro Abellán
3 min
Opinión01-05-2006
El Proyecto Gran Simio nace de una sana y aguda preocupación por proteger a una especie animal de especial relevancia por su semejanza con el ser humano tanto biológicamente como en comportamientos y capacidades. Ahondar en las semejanzas y diferencias entre el hombre y los primates superiores no sólo nos puede recordar cuánto tenemos de animales -a alguno no le vendrá mal-, sino, también, cuántas facultades nos diferencian de ellos y nos hacen infinitamente distintos. Aún más: la preocupación por cuidar de nuestro planeta y de nuestros vecinos es precisamente una cualidad exclusivamente humana y, por ello, humanizadora. Baste recordar cuánto aprendió de sí misma Simoney Weaber en Gorilas en la niebla, o las lecciones de alegría y humildad sobre el mundo que San Francisco de Asís, enseñaba con su hermano lobo, pues todos somos criaturas del Señor. Ahora bien, el actual Proyecto Gran Simio ya no es una inocente y desinteresada lucha por aprender de los animales y por evitar su extinción o su padecimiento innecesario. El actual Proyecto Gran Simio pretende elevar a los primates a la categoría de seres humanos, y cito textualmente: “Incluir a los antropoides no humanos en una comunidad de iguales, al otorgarles la protección moral y legal de la que actualmente sólo gozan los seres humanos”; y trabajar “por la inclusión inmediata [de los antropoides no humanos] en la categoría de personas”. El problema de fondo de este planteamiento no es sólo que pretenda elevar a los animales a la categoría de personas, sino, fundamentalmente, lo que eso significa: rebajar a las personas a la categoría de animales. Cuando uno analiza los parámetros materialistas en los que se mueve este proyecto, comprende perfectamente las perlas pronunciadas por el presidente internacional del Proyecto Gran Mono, Peter Singer: “Matar a un chimpancé es peor que matar a un ser humano que, debido a una discapacidad intelectual congénita, no es ni podrá ser nunca una persona”; o “matar a los bebés no siempre está mal”. Semejantes aberraciones, capaces de pervertir una sana preocupación por la naturaleza y los animales, no tendrían cabida en una sociedad sana donde los conceptos fueran claros y distintos y los políticos y los medios de comunicación usaran con propiedad las palabras. Lo grave de lo sucedido esta semana en España no es que un puñado de personas quieran proteger a los primates, sino que llegue a sede parlamentaria un discurso en el que se juega peligrosamente con los conceptos de “persona” y “derecho”, entre muchos otros. Como si un animal pudiera ser “sujeto” de derechos sin serlo de responsabilidades; o como si un animal pudiera ser “persona” capaz de tener a su nombre empresas, acciones o herencias. Pero, claro está, si al presidente del Gobierno, supuesto licenciado en derecho y político de profesión, el término “nación” le parece ambiguo, cómo va a pensar otra cosa de palabras como “persona” o “derecho”. Nos dirá: “Eso son absurdas discusiones nominalistas”. Creo que eso le diré yo al juez cuando deba comparecer -Dios me libre- por algún delito aún no cometido: “Verá usted, es que el término persona es ambiguo y yo no me considero tal, así que no puedo ser responsable y tendrá que imponer la pena a otro”.