CRÓNICAS DEL ESPACIO INTERIOR
El Mago Mayo
Por Álvaro Abellán3 min
Opinión11-10-2004
“La ha cogido con gesto distraído. Rubia... ¡tenida! -rió el mago para sus adentros- ya sabemos lo que eso significa. Vamos, vamos, ¡échale un ojo!”. La chica leyó la octavilla naranja tendida por un viejo ecuatoriano a la salida del Metro de Manuel Becerra. “MAGO MAYO”, encabezaba la misiva, y luego: “Anorexia, estrés, amor, mal de ojo, problemas laborales... especialista en resolver todo tipo de problemas”. Debajo de eso, el número de un teléfono móvil. Alzó la vista al frente y relajó el brazo en cuya mano sostenía la papeleta. Avanzó por Don Ramón de la Cruz y sin detenerse arrojó la nota con el teléfono del mago exactamente en la tercera papelera de la calle. Suspiró y desapareció detrás de la esquina, en dirección a Lista. El mago, sentado en el escalón del portal situado frente a la tercera papelera de la Calle Don Ramón de la Cruz, según se llega desde Manuel Becerra, no podía creerlo. “¡Otra vez en la tercera papelera!”. El mago Mayo llevaba dos semanas allí. Trababa de promocionar su arte en las lindes del barrio de Salamanca y tenía relativo éxito. Pero le llamaba la atención que todos los que salían del metro cogían la tarjeta y subían por Don Ramón de la Cruz... tiraban su tarjeta en la tercera papelera de la calle. Había cuatro en aquella manzana, pero todos se deshacían de su propaganda a la tercera. Un día cambió de observatorio. Abandonó el portal 132, que estaba frente a aquella singular papelera, por si todo era una jugada del destino. Pero nada cambió. Espiara el mago desde donde espiara, todos los que desechaban su oferta se desembarazaban de la tarjeta en aquella papelera. Quince días después y sentado en el escalón del portal 132, aún atónito, se preguntaba porqué. Normalmente no era él el sorprendido. Sencillamente seguía a aquellos que guardaban su tarjeta hasta sus casas, les espiaba un poco y, si no llamaban, él se encargaba de aparecer en sus vidas en un encuentro fortuito. Era la mejor manera de hacerles creer que el destino había procurado el encuentro. Pero, en esta ocasión, el sorprendido era él. No paraba de hacerse cábalas sobre el porqué de aquella conducta permanente en personas muy diferentes y desconocidas entre sí. Un día apareció de la boca del Metro un joven de pelo castaño y mirada soñadora. Cogió confiadamente la octavilla del Mago. Sin leerla, sube hacia Don Ramón de la Cruz, atraviesa la calle, llega a la tercera papelera, se para. Extiende la mano con la octavilla hacia la papelera. Sonríe. Mira al atónito Mago. Recoge el brazo, y avanza doblando la calle hacia Lista. El Mago Mayo decide seguirle. Dobla la esquina y se encuentra al joven de bruces. “Hola, Mago Mayo. Parece que el destino ha preparado nuestro encuentro”. El chiquillo marroquí que repartía las octavillas del Mago Mayo en la boca del Metro de Manuel Becerra no volvió a ver al Mago y se quedó sin cobrar su último día de trabajo. Desde hace unos días, otro chico reparte octavillas idénticas. Éstas, del Mago Luna.