SIN CONCESIONES
El orgulloso Benedicto XVI
Por Pablo A. Iglesias3 min
Opinión22-02-2013
Por su primer gesto público, Benedicto XVI recibió multitud de críticas. Sucedió el 19 de abril de 2005. Pocos minutos después de ser elegido Papa, salió al balcón de la vaticana plaza de San Pedro para mostrarse al mundo entero. Su rostro distaba mucho de la sobriedad y frialdad que habitualmente se achaca a los alemanes. La imagen que el cardenal Joseph Ratzinger tenía hasta entonces de serio, disciplinario y ortodoxo chocó frontalmente con el saludo a los miles de fieles que aguardaban a conocer el nombre del sucesor de Pedro. La espléndida sonrisa de oreja a oreja de Benedicto XVI manifestaba una inmensa alegría por ser el elegido. Abrió los brazos en señal de gratitud y, después, estrechó sus manos como un esbozo de signo de victoria. Estaba tan emocionado que parecía perder el control de sus brazos, los cuales agitaba de un lado a otro sin demasiado acierto. Por esta reacción, muchos pensamos y otros muchos denunciaron abiertamente que Ratzinger tenía un ferviente deseo de ser Papa. Su nombre aparecía siempre entre los favoritos porque conocía y dominaba los resortes del poder eclesiástico. Los detractores del cristianismo presentaron a Benedicto XVI como un Papa ambicioso, oscuro, con mano de hierro, orgulloso y extremadamente conservador. Parecía que, con él, la Iglesia se anclaría en el pasado y resistiría a cualquier atisbo de apertura o modernidad. Ahora acusan a Ratzinger de todo lo contrario. Los que nunca prestan atención a lo que pasa en Roma son los mismos que niegan que renuncie por una cuestión de edad. Los mismos que censuraron que Juan Pablo II aguantara al frente de la Iglesia hasta el último aliento ahora cuestionan que Benedicto XVI ceda el testigo a otro cardenal más joven, con mejor salud y con vitalidad suficiente para proseguir con sus reformas. Presentan al Papa como el eslabón más débil del poder vaticano y como un pusilánime que ha claudicado a las presiones de la curia pontificia. Alimentan toda clase de conspiraciones que contradicen la descripción del propio Joseph Ratzinger que se ofreció al mundo cuando ganó el cónclave del año 2005. Sólo el Papa sabe las verdaderas razones por las que renuncia al cargo y pone en marcha un proceso de elección con él todavía vivo. Sus discursos recientes dejan claro que el propósito es abrir una renovación generacional en el Vaticano como nunca antes conocimos. En ocho años ha tenido tiempo de destapar escándalos, limpiar diversos cargos e instituciones y averiguar en quiénes puede confiar el futuro de la Iglesia. Los hechos demuestran que Benedicto XVI no ha sido un Papa cómodo para la curia, como los anticatólicos vendían en 2005. Ha defendido con firmeza los principios de la Iglesia y ha actuado internamente contra muchos que los quebrantaban. Ahí están los castigos a la pederastia, las nuevas normas internas, la incorporación de cardenales no europeos y la intervención de la Legión de Cristo. Su propósito siempre ha sido poner a Jesús en el centro de la vida eclesiástica y orientar hacia él los pasos de todos los cristianos. Decían de Benedicto XVI que sería un pontífice arcaico y sin carisma, pero en la Jornada Mundial de la Juventud de 2011 congregó e ilusionó en Madrid con su espíritu jovial a millones de chavales. Ahora pretende ceder el testigo a otro cardenal para que culmine sus reformas y dé un nuevo impulso al catolicismo en todo el mundo. La Iglesia, como toda organización constituida por personas, no está exenta de problemas. Benedicto XVI lo sabe y, con la renuncia, lo ha dejado bien claro a quienes tienen la responsabilidad de elegir al nuevo Papa. Su retirada es un signo inmenso de valentía y de humildad, esa que le negaban cuando tomó posesión. En estos tiempos de egocentrismos y vanidades, la dimisión es casi una prueba de santidad de la que otros muchos deberían tomar nota. Tanto dentro como fuera de la Iglesia.