CREAR EN UNO MISMO
La diligencia
Por Álvaro Abellán4 min
Opinión09-01-2012
No, este artículo no va sobre la obra maestra de John Ford. Lo siento, no me gusta confundir al lector, pero he sido incapaz de hacerme explicar en el número de caracteres que me permite este titular virtual. El hecho es que todos asociamos la palabra diligencia a la película de Ford, al carromato tirado por caballos o al documento burocrático que verifica algunos trámites administrativos. A mí mismo, a pesar de que es una de mis favoritas, me resulta extraño referirme a ella como a una virtud. De las más importantes, por cierto. En la balanza y el combate entre virtudes y pecados que propone la tradición de la Iglesia, la diligencia se opone nada más y nada menos que al pecado capital de la pereza, aunque tal vez eso hoy no nos diga demasiado. Si el ser humano tuviera que definirse a sí mismo como un sonido, evitaría parecer una sola nota, plana, monótona, unilateral. Evitaría, también, ser puro ruido, disonancia, caos, desasosiego. El hombre siempre ha buscado ser y vivir en armonía. La armonía es una hermosa tensión entre contrastes, la suma integrada de un conjunto de notas diversas que suenan como una sola, pero con hondura, matices y resonancias. Toda la vida la pasamos tratando de unificar nuestras mejores notas, como una forma de entrelazar lo mejor de nosotros en un solo momento, alcanzado por una vez la mejor versión de nosotros mismos. Pero no nos resulta nada fácil. Los profesores universitarios tenemos a veces la sensación de ver pasar la vida de nuestros alumnos desde un banco en la Gran Vía madrileña o en las Ramblas de Barcelona. Les vemos llegar en su primer día de universidad, ilusionados, alegres, con cierto temor confundido con humildad e inexperiencia. Se toman las primeras clases muy en serio y con mucha ilusión. Estrenan cuadernos y bolis y descubren en las clases, los libros y las prácticas un mundo nuevo que les ilusiona y saca lo mejor de ellos… aunque sus primeras realizaciones tengan todos los defectos propios de la inexperiencia. Y también les vemos en sus últimos días de clase, después de cuatro años de exámenes y un par de ellos en prácticas en empresas. Algunos se han convertido en eficaces funcionarios de las clases, los exámenes y los trabajos, y otros llegan a hablar de su profesión con la desilusión quien va a jubilarse y nunca alcanzó sus sueños. Sus trabajos son, sencillamente, correctos, co mo todo lo que es fruto de la experiencia. Pero, muchas veces, carecen de alma, son impersonales y apenas quedan en ellos vestigios de la ilusión con la que llegaron el primer día. La ilusión del primer día era lastrada por la inexperiencia. La experiencia del último día carece del brillo de lo nuevo. Pues bien: la diligencia es la virtud que reúne lo mejor de ambas actitudes: la persona diligente actúa como la primera vez, respecto de la ilusión; y como la última vez, respecto de la experiencia. La persona diligente actúa con ilusión y experiencia, con sabiduría y amabilidad, con eficacia y cuidado, con sensatez aterrizada y grandeza de intención. Ver actuar a una persona diligente es uno de los espectáculos más agradables que uno puede contemplar, y en eso consiste parte de la gracia, por ejemplo, de acudir a un concierto o a una obra de teatro. Y ser tratado con diligencia, por ejemplo, por un camarero, o por un burócrata, es algo que no tiene precio. Imagínense, pues, la gozada que es experimentar eso mismo dentro de nosotros. La gozada que sería vivir la ilusión del primer día con el saber hacer del último día. La gozada de actuar con la exp eriencia acumulada y con la ilusión del primer día. Vivir así el trabajo, el matrimonio, la amistad, el fin de semana, el levantarnos cada mañana, el llegar a casa por la noche, las vacaciones… Eso es la diligencia. Unificar lo que ya hemos experimentado y vivido, lo que ya tenemos dentro de nosotros: aquello que nos enamoró de lo que hacemos, y nuestro saber hacerlo acumulado hasta el día de hoy. El reto de intentarlo es, sin duda, una aventura personal mucho más grande que volver a ver La diligencia. Si han leído hasta aquí, estoy seguro de que me habrán perdonado el haber mentado, sin razón aparente alguna, al bueno de John Ford.