APUNTES DE BANQUILLO
Sueños de paz e inmortalidad
Por Roberto J. Madrigal3 min
Deportes01-08-2004
Desde que Barcelona mostró al mundo que el espíritu del barón Pierre de Coubertin –el padre de los Juegos Olímpicos de la era moderna–, que propugnaba el lema “altius, citius, fortius” (más alto, más lejos, más fuerte) para resumir la idea de superación de los atletas, se había quedado desfasado en beneficio de un espectáculo mundial del deporte, en el que lo importante –además de participar– es ganar. Sin embargo, la deuda que el movimiento olímpico tenía con sus propios orígenes, que no resolvió en su momento, al dar a Atlanta los Juegos de 1996 –que para colmo, resultaron mediocres en cuanto a la organización–, ha permitido a los atletas, a los organizadores, acercarse más que nunca al espíritu de los primeros Juegos, aquellos en que los héroes eran premiados con la aclamación, con el recuerdo de sus gestas en piedra, con una rama de olivo y privilegios de por vida. ¡Ha cambiado tanto!, ahora cada sede tiene un listón de exigencia altísimo, pero se piensa más en construir las infraestructuras a tiempo, en mantener intacta la imagen de prestigio, en no dejar ningún cabo suelto… que casi en la propia competición. Resulta que se le da tanta o más importancia a lo anecdótico que a lo verdaderamente importante, y además de que las comparaciones siempre son odiosas, se deja de lado un componente primordial: la convivencia de formas de ser distintas que comparten un sueño y la adquisición de unos hábitos virtuosos para la vida de cada día. Ésa es la verdadera riqueza del movimiento olímpico. Personalmente, no dejo de añorar el componente emotivo de los antiguos Juegos: que todas las guerras se detuviesen por unos días, el ejemplo de superación –sin demostraciones de tecnología– y la búsqueda de la inmortalidad, siempre en igualdad de condiciones… Por desgracia, seguiremos hablando de dopaje, de riesgo de ataques terroristas, y tal vez no tanto de la ilusión, las sorpresas, la preparación, los méritos y el talento –también algunas anécdotas, no en vano habrá más de diez mil atletas–… Más allá de las cuatro paredes deportivas, los teletipos seguirán dando cuenta de crímenes, guerras, enfermedad, muerte, morbo, pesimismo. Si consiguiéramos que la victoria no sólo fuese de un atleta, que además de ser gallego, madrileño, vasco, catalán o andaluz, será sobre todo español –sin perjuicio de simpatizar con atletas de otros países, no en vano los Juegos son un escaparate ideal para reconocer a los mejores deportistas, sean del país que sean–, si compartiéramos la emoción de sus logros, el dolor de sus desgracias, si fuéramos la mano en el hombro que lo anima a seguir luchando tras haberse quedado a las puertas del éxito, si pudiéramos recordar la inmortalidad que la gloria olímpica, a pesar de ser cada vez más negocio, sigue reservando a los mejores de la historia, los que más cerca estuvieron del Olimpo de los dioses, ya tendríamos mucho terreno ganado. Yo mantendré la esperanza, aunque por supuesto, también me gustaría que España se traiga tantas medallas como en Barcelona.