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IMPRESIONES

Muere la inteligencia

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión23-06-2015

El siglo XX supuso la gloria y la perdición de las grandes ideologías gestadas durante los siglos XVIII y XIX. Liberalismo, socialismo, capitalismo, comunismo… religiones sin dios, grandes relatos sobre la historia del hombre que daban un sentido total a la existencia en clave política y económica: prometieron el paraíso en la tierra. Las dos guerras mundiales fueron, a un tiempo, símbolo de su capacidad para movilizar al hombre y expresión de su carácter autodestructivo. 

Los sociólogos y politólogos de los años 50 y 60 hicieron autoexamen y muchos de ellos sintieron vergüenza de sí mismos al descubrir que en lugar de estudio y ciencia habían alimentado un discurso capaz de justificar la industria y burocracia del terror. Proclamaron entonces el final de la ideología y el final de los grandes relatos. Algunos, escaldados por el poder de las ideas, se dejaron llevar por el escepticismo de un discurso blando. Otros, como Daniel Bell, trataron de distinguir entre ideas e ideologías, entre estudiosos e ideólogos, entre ingeniería social y política.

Bell subrayó con inteligencia que el problema de las ideologías no es su racionalidad –por otro lado, simple, reduccionista y totalizante– sino otros dos factores. El primer problema de las ideologías es que su discurso no es importante por el contenido –por su veracidad– sino por su función –por su utilidad para conseguir los intereses buscados–. El segundo problema de las ideologías es que son más pasionales que racionales, el discurso ideológico es, sobre todo, una condensación de pasiones, de amores y odios viscerales que distinguen con nitidez entre buenos y malos, señalan culpables y muestran el camino a seguir. 

Francis Fukuyama, en 1989, señaló “el final de la historia”. Su discurso confirmaba el triunfo definitivo del liberalismo sobre el comunismo; sostenía que, desde el punto de vista de la conciencia, la victoria era definitiva y que los brotes de violencia, ideología e izquierdismo que todavía debíamos superar –como se supera una gripe– no nos librarían de que, la mayor parte de los problemas del futuro, una vez aceptadas las tesis del liberalismo, serían puramente técnicos; y que la filosofía, el arte y los grandes ideales ya no tenían sentido. 

La realidad política española nos muestra hoy que tal vez el liberalismo esté muerto o terminado –pues ciertamente en el Partido Popular es difícil reconocer algo de idealismo, arte o filosofía– y que tal vez el socialismo y el comunismo, como grandes ideologías, también han muerto –pues ni el PSOE, ni IU ni Podemos tienen un discurso sólido y, los pocos que lo tienen han de callarlo en beneficio de los resultados electorales–. Sin embargo, la realidad política española nos muestra que Bell tenía razón y que la ideología, en un sentido racionalmente débil o blando, pero pasionalmente igual de poderosa, sigue presente y goza de muy buena salud.

Muchas declaraciones políticas que he escuchado esta semana cumplen estas características: son intelectualmente débiles e incluso atentan contra el sentido común; no son significativas por su supuesta veracidad, sino por su función de loar o ridiculizar a alguien; y buscan enardecer las pasiones de los propios. 

Parece que nuestros propios políticos son escépticos respecto del valor de las ideas y han renunciado a dirigirse a nosotros como a personas inteligentes. Y cuando la estupidez apasionada gana adeptos aceleradamente, la vida social corre un grave peligro de autodestrucción.

Fotografía de Álvaro Abellán

$red

Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach