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IMPRESIONES

El arte de discutir

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión15-04-2015

Dicen que “allí donde hay dos judíos hay, al menos, tres opiniones diferentes”. Recuerdo también la historia de tres judíos que discutían acaloradamente sobre quién tenía razón a la hora de interpretar correctamente una tradición. Fueron los tres a ver al rabino y cada uno expuso su postura, diferente de la de los otros dos. El rabino, después de escuchar pacientemente a cada judío, respondía: “no, esa no es la tradición”. Así, las tres veces, por lo que los judíos quedaron estupefactos, ¡ninguno tenía razón!, y preguntaron al rabino: “¿Entonces, cuál es la tradición?” A lo que el rabino respondió: “Discutir, esa es la tradición”.

Tengo vagos recuerdos de infancia en los que en el salón de mi casa y en algunas tertulias de radio y televisión se practicaba un tipo de conversación que ya no existe en los medios. Recuerdo que la practicábamos también varios compañeros del cole, en los primeros años en que empezábamos a explorar la noche madrileña, especialmente cuando recorríamos aquellos lugares en los que se podía hablar y practicar el arte de la palabra con igual o mayor fruición con la que en otros locales se practicaba el arte de mover el esqueleto.

Se trataba entonces de discutir, conversar, explorar ideas desde diferentes ángulos, llevar esas ideas al extremo, refutarlas, poner ejemplos, hacer comparaciones… y todo ello por el gusto de hacerlo, por el placer de entrenarnos en la palabra y la escucha, en la conversación inteligente, por el placer de conocer y dejarnos conocer más por los amigos. No se trataba tanto de llegar a conclusiones, aunque a veces obteníamos muchas, y mucho menos se trataba de conseguir que el otro llegara a nuestras mismas conclusiones. Éramos jóvenes y valientes y la diferencia no nos daba miedo: pensar distinto que el amigo nos hacía especiales; y que el amigo pensara distinto que nosotros nos parecía una riqueza y una oportunidad maravillosa.

Un día aprendimos que las diferencias pueden ser peligrosas y entonces nos pusimos a la defensiva. El arte de discutir, ese arte comunitario que nos exigía trabajo y cooperación, responsabilidad compartida y afán de superación, paciencia, tener valores últimos compartidos, sacrificios –dejar decir, saber callar–, bailar y crear belleza juntos, etc., se convirtió en el arte de la guerra. Empezamos a buscar argumentos invulnerables, tachamos a los argumentos del rival de indefendibles, atacamos los puntos débiles del otro, mantenemos posiciones, buscamos dar en el blanco, diseñamos estrategias, nos retirarnos puntualmente para atacar desde otro lugar, y consideramos que el resultado de la una conversación consiste en ganar o perder, aplastar o ser aplastado. Y aquello, aun en la victoria, era triste. Porque no hay luz, ni alegría, ni fiesta que celebrar como resultado de aplastar a un hermano.

A veces, la metáfora de la discusión como una guerra tiene su sentido. Pero yo creo que esa metáfora debería ser una excepción. La identidad de Europa, de Occidente, no se entiende, es verdad, sin las guerras. Pero se entiende aún menos sin el diálogo. Sin la discusión con el otro y el extraño. Sin la integración. Si China es la China milenaria porque allí no entraba ni salía nadie, Occidente es Occidente porque allí entran y salen todos constantemente, mientras aceptemos el reto de ser civilizados, de situar la convivencia en el centro, de hacer de la discusión el arte de revelar, compartir y acoger, nuestras únicas e irrenunciables identidades.

Fotografía de Álvaro Abellán

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Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach