IMPRESIONES
La imaginación de Montaigne
Por Álvaro Abellán2 min
Opinión03-10-2014
«Sudamos, temblamos, palidecemos y nos sonrojamos con las sacudidas de la imaginación; y tendidos en la cama sentimos que se nos agita el cuerpo por sus empujones, a veces hasta expirar». Así describe Michel de Montaigne los efectos de la imaginación en nosotros, y adorna su propia experiencia con varios relatos antiguos, como la historia del hijo de Creso, que recuperó la voz que la naturaleza le había negado por imaginar a su padre en peligro mortal. Montaigne considera la imaginación como una fuerza muy poderosa, hasta el punto de que puede gobernarnos, o incluso golpearnos con una violencia que nos provoque el desmayo o la muerte. Además de poderosa la considera, salvo alguna excepción, como una fuerza negativa. Esa mirada reprobatoria, en persona de juicio más bien laxo, me recuerda –y refuerza– aquella tesis de Julián Marías, quien insiste en que el sentido positivo de la ilusión –de la imaginación sobre lo futuro– es un descubrimiento español. La fuerza de la imaginación en nosotros es debida, según Montainge, a la «comunicación» entre el cuerpo y el espíritu, que se manifiesta de modo notable en algo que ya observaron los griegos: la mente es capaz de sanar o enfermar un cuerpo con mayor eficacia que los brebajes del matasanos. Por eso, no sólo hoy, sino siempre, la confianza del paciente es crucial. Llamamos «placebo» a ese medicamento que es la confianza. Hoy, escépticos y descreídos, consideramos que el placebo es una «falsa» medicina, aunque funcione. Quizá sea más acertado decir que no es un «falso» medicamento, sino un medicamento «ficticio», que no es lo mismo. Sobre la relación entre lo verdadero y lo «ficticio» también habla Montaigne, hacia el final de su ensayo sobre la fuerza de la imaginación: «en el estudio que hago de nuestras costumbres y movimientos, sirven los testimonios fabulosos con tal de que sean posibles, igual que los verdaderos; haya ocurrido o no… siempre es una jugada de la capacidad humana de la que estoy advirtiendo por este relato. Y de las diversas lecciones que contienen a menudo las historias, utilizo aquella que es más rara y memorable. Hay autores cuyo fin es contar los hechos. El mío, si alcanzarlo pudiera, sería contar lo que puede acontecer». Con esta declaración de intenciones, Montaigne recupera la distinción aristotélica entre los datos históricos –hechos verdaderos- y la poética –narraciones verosímiles- y se decanta, como el griego, por la superioridad de la segunda, en cuanto que más poderosa y provechosa para el conocimiento que el hombre logra alcanzar de sí mismo. Nosotros añadiríamos, con la distancia que nos regalan los siglos, que la verdadera Historia no es sino una poética fiel a los hechos. También nos preguntamos, repasando las palabras de Montaigne, si sus Ensayos, que tradicionalmente hemos interpretado como ejercicios de la razón, no son, además, un desbordante ejercicio de imaginación.