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IMPRESIONES

Cuando tuvo palabras, amó

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión21-02-2013

Helen Keller nació en Alabama durante el verano de 1880. A los 19 meses de vida, cayó enferma y el médico diagnosticó que no sobreviviría. Unos días después superó la fiebre y entre la alegría general que se extendió por toda la casa nadie intuía que Helen no volvería a ver, ni a oír. Helen desarrolló una mímica básica para relacionarse con los demás y, especialmente, con su madre. A los cinco años, su deseo de expresarse y de comunicarse con los demás excedía completamente sus posibilidades reales de relación, por lo que caía en constantes accesos de cólera y no pasaba ni una hora de su vida sin sufrir alguna crisis. Sus padres no sabían qué hacer. Parientes y amigos dudaban de que Helen pudiera recibir educación o instrucción alguna. La madre de Helen recordaba haber leído algo en una obra de Dickens sobre la primera mujer estadounidense ciega y sorda que supo aprender inglés. Localizaron un médico, de ahí marcharon a otro y acabaron en manos de Alexander Graham Bell. Sí. El inventor del teléfono. El inventor de esa tecnología que nos permite llevar nuestra voz a miles de kilómetros de distancia. Su madre y su esposa eran sordas. Y él, su padre y su hermano enseñaban a hablar a los sordos. Bell consiguió una maestra para Helen: Anne Sullivan apareció en la vida de Helen Keller el 3 de marzo de 1887. Anne Sullivan jugaba y cuidaba a Helen. Deletreaba palabras con su dedo en la mano de Helen, aunque ésta aún no sabía que las palabras se correspondían con una realidad determinada. Tampoco sabía qué era eso de “una palabra”. Un día, Helen se encolerizó porque no acertaba a deletrear una palabra, y estampó una muñeca contra el suelo, haciéndola añicos. Dejamos ahora hablar a Helen: “Yo no había querido a la muñeca. En el mundo del silencio y de tinieblas en que vivía, no existía la ternura, ni ningún sentimiento definido”. Anne se llevó a Helen a la calle. Alguien sacaba agua de un pozo y la maestra le colocó una mano bajo el chorro. Cogió la otra mano y deletreó agua. Water, en realidad. Varias veces. Lentamente. Helen se concentró en el movimiento de los dedos de su maestra. Otra vez, preferimos sus palabras: “Súbitamente me vino un confuso recuerdo, de cosa olvidada hacía mucho tiempo; de golpe el misterio del lenguaje me fue revelado. Supe ya que agua era aquella frescura maravillosa que me bañaba la mano. Esta palabra cobró vida, hacía la luz en mi esíritu, y lo liberaba, llenándolo de júbilo y de esperanza. […] Todo objeto tenía un nombre, y todo nombre evocaba un nuevo pensamiento. Todo cuanto tocabaen el camino de vuelta a casa me parecía que palpitaba y tenía vida propia […] Al entrar en casa me vino a la mente la muñeca rota, fui a tientas a recoger los fragmentos y traté en vano de volverlos a unir. Se me llenaron de lágrimas los ojos, porque comprendí lo que había hecho y, por primera vez en mi vida, conocí el pesar y el arrepentimiento”. Cuando Helen tuvo lenguaje y supo poner nombres a las cosas, recuperó el amor, la esperanza, la alegría y el remordimiento. Se hizo libre. Empezó sus estudios universitarios en 1900. Hoy podemos leer su historia, contada por ella misma: La historia de mi vida. Aún me pregunto cómo es posible la poca atención editorial que ha recibido este libro.

Fotografía de Álvaro Abellán

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Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach