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ROJO SOBRE GRIS

Que no sea embriaguez, por Dios

Fotografía

Por Amalia CasadoTiempo de lectura3 min
Opinión04-10-2010

Volando. Así se me ha pasado el domingo. Vamos: que a las ocho de la noche aún sigo en pijama. Son las cosas, dice alguno, de un domingo ideal: dormir, planchar, desayunar tranquilo, ordenar la casa, trabajar un rato, ver terminar una película después de comer, y poco más. Quizás. Pero yo creo que es borrachera. Lo mejor de este fin de semana, a pesar de que no aproveché para ver a mis padres dado que andaba cerca de mi ciudad patria, ha sucedido a unos cuantos kilómetros de Madrid, en un pueblo perdido del campo burgalés de nombre La Aguilera, donde un convento de monjas clarisas se convierte en motivo de escándalo en la cuarta acepción que esta palabra tiene en el diccionario de la Real Academia Española: “asombro, pasmo, admiración”. Abrazo allí significa abrazo. Cantar de alegría significa exactamente eso: cantar. Son más de 100 religiosas -¿casi 200?- que viven como verdaderas niñas de Dios, alborotadas y emocionadas por el sólo hecho de pensar que cuando profesan sus votos y se casan con Dios en pobreza castidad y obediencia lo hacen para toda la eternidad. ¡Para toda la eternidad! Hable con una de ellas. 17 años. Lleva un mes en el convento. La expresión “eternidad” para ella era una tortura hace poco más de un año. Lo que se proponía dejaba de llenarla una vez lo conseguía. “Para siempre” significaba que jamás una meta podría satisfacer su anhelo de felicidad, que toda la vida consistiría en eso: desear algo y lograrlo para sentirse como si nada hubiese pasado. Una tortura. Estar muerta en vida una y otra vez. Empezar de cero para volver a cero. ¿No es mejor acabar con todo de una vez por todas? “Pero no sé cómo, se me coló”, decía “se me coló Dios en la vida”. Y cuenta que fue cuando conoció a estas monjas de La Aguilera cuando vio a jóvenes como ella con la felicidad que ella no tenía y no podía alcanzar a pesar de tenerlo todo, todo, todo lo que una joven de su edad podría desear: belleza, dinero, popularidad, amigos y un futuro asegurado de fama, riqueza, poder y placeres. La historia es larga. De sentir náuseas al pronunciar la palabra “monja” a desear serlo y cogerse la gran borrachera medio para evadirse, medio para olvidarlo, medio incrédula por que aquello no fuese un sueño más que al despertar se convirtiese en otra pesadilla. Inconsciente, en la ambulancia, al parecer sólo hablaba de monjas felices y de un convento. Y así estamos hoy los demás, por lo menos yo, medio borracha de no sé qué, en pijama, merodeando por las horas del domingo preguntándome si ése no es uno de esos lugares en los que hoy Cristo se pasea como cuando recorría los caminos de Galilea, si no será que ésa es la forma que tiene hoy de estar en el mundo y de aparecerse y hablarnos, medio creyendo que sí, medio preguntándome si no seré una ridícula, medio temerosa de convertirme en una fanática a los ojos de algunos, medio sintiéndome una cobarde por avergonzarme cuando a veces escribo de estas cosas, medio preguntándome si podría considerarme Él una de entre los suyos, medio sintiendo que soy de las que le siguen como de lejos para poderme dar la vuelta y seguir por mis senderos como si nada hubiese pasado. Conocí a un señor maravilloso, asombrado, pasmado, admirado de aquello que había visto, que lloraba y lloraba por dentro y por fuera, y que no podía dejar de confrontar su vida con aquello, preguntándose si habrá hecho bien las cosas, si habrá educado bien a sus hijos, si será que él es un cobarde o estas mujeres muy valientes... Pues Dios se cuela como la luz por las rendijas y nos embriaga de claridad. Rojo sobre gris a estos domingos de pijama, en los que volvemos a transitar por nuestros caminos pero como si algo hubiese pasado... Que no sea embriaguez, por Dios, que no sea pasajero una vez más.

Fotografía de Amalia Casado

Amalia Casado

Licenciada en CC. Políticas y Periodismo

Máster en Filosofía y Humanidades

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