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ROJO SOBRE GRIS

Amar para que no se pierda

Fotografía

Por Amalia CasadoTiempo de lectura2 min
Opinión06-09-2010

Volví a verlas después de tres años. Son mis amigas de siempre, con las que crecí durante los 18 primeros años de mi vida. Con ellas, cualquier lugar de mi ciudad natal se llena de recuerdos que me devuelven algo de quién soy y de dónde vengo. Con ellas, la memoria no se vuelve olvido y puedo saborear un algo entre la alegría y el consuelo que no sé lo que es, como un antídoto contra la nostalgia al percatarme de que los recuerdos son compartidos, y que parte de mi memoria está resguardada también en su corazón, como una contraseña partida en varios trozos que sólo si se juntan puedo descifrar. “Para los años que me quedan...”, decía mi madre hace unos días, “no creo que la informática evolucione tanto como para que este ordenador se me quede obsoleto”. Mamá: ¿tú no sabes que esa frase impacta mucho cuando la escucho de tu boca? Mi jefe se ha puesto gafas para ver de cerca como tú, tengo arrugas en la cara que antes no, veo a Michele Pheifer en una película reciente y no doy crédito a los años que han pasado desde que por primera vez la vi en el cine, y algunos de mis antiguos compañeros de juventud ya casi no tienen pelo. Pasa el tiempo y ahora lo veo pasar. Me pregunto por qué esa resistencia íntima a envejecer, y estoy segura de que debe de tener algún sentido más allá de que vivimos en una época en la que la juventud está tan sobrevalorada que preferimos enmascarar con cirugías el paso del tiempo antes que afrontarlo como tú, mamá, con ese realismo y aceptación de las cosas sin perder un ápice de ilusión y alegría por lo que aún quede por llegar. Y luego escucho al P. Florencio, un hombre de esos que está vivo de verdad, y que nos dice: hay que vivir como si hubiésemos estado en misa, porque ir a misa significa que Ése que nos ha inventado nos ha invitado a sentarnos en su mesa. Me acordaba de la última boda en la que estuve y la alegría que da estar en la mesa con tus amigos celebrando algo grande, y la gratitud de que se experimenta cuando alguien admirado te dice: ven aquí, siéntate a mi lado, conmigo, en mi mesa. Entonces ya no me importan tanto las arrugas. En esa mesa soy siempre vista con amor, soy siempre contemplada en lo más íntimo de mí, donde siempre soy bella por ese amor con el que Dios me mira y con el que quiero mirar a los demás. Entonces ya no lloro sólo con nostalgia, o con pena, o con temor a perder algo, aferrada a la esperanza de se llora lo que es amado y lo amado se nos devolverá. Rojo sobre gris a este curso que comienza, que pide ser vivido con intensidad... para que no se pierda.

Fotografía de Amalia Casado

Amalia Casado

Licenciada en CC. Políticas y Periodismo

Máster en Filosofía y Humanidades

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