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La autoridad del maestro
Por Álvaro Abellán3 min
Opinión21-09-2009
Es oportunista, vale. No es idea suya, vale. No es suficiente para solucionar los problemas de la educación, también. Pero quien se queda en esos argumentos, o carece de juicio, o le nubla el juicio su manía personal a la madre de esta decisión: Esperanz Aguirre. Porque, al margen de todos los peros, ésta es, seguramente, la mejor decisión en materia de educación que un político de este país ha tomado en toda la democracia. Habrá que leer la letra pequeña, pero, en principio, hay muchas cosas que suenan bien. Tener rango de autoridad pública supone gozar de un prestigio, un reconocimiento y una protección legal especial, como es la de jueces, policías, médicos y pilotos o marinos al mando de una nave. Esa protección consiste en que las agresiones a los mismos están tipificadas en el código penal y conllevan penas de cárcel de entre dos y cuatro años; supone también presunción de veracidad, de tal manera que su palabra vale más en un juicio que la de un ciudadano de a pie y, por último, recoge la posibilidad de que la fiscalía persiga de oficio los delitos contra ellos (como ya hace en delitos contra menores y en los casos de asesinato, por ejemplo). Por otro lado, dicho reconocimiento supone mayores responsabilidades penadas también con especial dureza en caso de incumplirlas. Tener mayor protección y mayor responsabilidad legal es lo propio de quienes ejercen una función especialmente difícil, pero especialmente importante, en una comunidad política. Ya entendían los romanos que hay pueblos que no necesitan leyes, pues tienen buenas costumbres. Pero cuando esas buenas costumbres se pierden, resulta necesario el imperio de la ley. Eso ha ocurrido con la figura del maestro, especialmente, desde que los socialistas empezaron a jugar con la educación al inventarse la LOGSE. Pero bajo la LOGSE y otras patochadas educativas late un problema mayor: una mentalidad relativista segura de que nadie tiene porqué decirnos qué está bien y qué mal -pues todo es relativo-. Si nadie tiene que enseñarnos eso, el maestro viene a ser un pelele o, en el mejor de los casos, un entrenador o dispensador de títulos educativos, al que muchas veces conviene apretarle las tuercas para que nos dé lo que queremos. Reconocer la autoridad de maestro va a la raíz de este problema , pues viene a recordarnos a todos que es él, y no los alumnos o los padres de los alumnos, el que sabe de educación y de lo que necesitan aprender los alumnos. Evidentemente, la reforma de la educación exige muchas otras medidas, y una de las principales sería que, más allá de garantizar que el profesor sea una autoridad pública, los políticos y pedagogos dejen a los educadores hacer su labor, sin imponer contenidos, metodologías y asignaturas ideológicas desde el poder político. Es decir, la libertad de cátedra para los maestros y el derecho de los padres a elegir el proyecto educativo -que no las calificaciones- que quieran para sus hijos. Allí donde los maestros con vocación de tales gozan de la autoridad que les es debida, no sólo el aula, sino toda la sociedad podrá edificar ese lugar donde la vida se ensancha.