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Crisis de divorcios

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión06-09-2009

La ley del divorcio exprés aprobada en 2005 trajo consigo un incremento en el número de divorcios de entre el 80 y el 70 por ciento -según fueran o no consensuados por las partes-. Si la ley pretendía incrementar el fracaso familiar, pudo considerarse todo un éxito. Conviene recordar, no obstante, que desde los puntos de vista económico, social y político las rupturas matrimoniales son perjudiciales. Suponen gastos enormes de dinero para los particulares y para las cuentas del estado y debilitan la trama de vínculos interpersonales fuertes que son la base del desarrollo personal y social de los países. En el plano estrictamente personal, las rupturas también son perjudiciales por las consecuencias psicológicas para los cónyuges y, de haberlos, para los niños. Para los primeros, porque supone un fracaso en su proyecto vital, pues se trunca ese futuro feliz y compartido que imaginaron alguna vez; para los últimos, porque las dos personas a las que más quieren en el mundo ya no se quieren entre sí y, las más de las veces -especialmente en los divorcios no consensuados- se sienten emocionalmente utilizados por alguno de los cónyuges. Si los divorcios crecen cuando corren tiempos de lujo y capricho personal, decrecen considerablemente en tiempos difíciles. Entre los años 2006 y 2008, coincidiendo con la crisis económica, los divorcios han entrado en recesión (han caído en un 14 por ciento). En primer lugar -no deja de ser triste que ésta sea la motivación principal- por cuestiones económicas. Divorciarse supone un dinero que ya no se tiene o no se está dispuesto a gastar. Pero también por cuestiones sociales, personales y psicológicas se reduce el número de divorcios. En tiempos de crisis no nos sentimos tan fuertes, autónomos e independientes. En tiempos de crisis buscamos unirnos frente a la adversidad. Queremos tener alguien a nuestro lado que nos ayude a afrontar las dificultades. Casi de modo inconsciente, los tiempos de opulencia nos invitan a vivir sin preocupaciones, a buscar lo sencillo, agradable y cómodo, a querer que nuestra casa sea un hogar de remanso, paz, bienestar y ausencia de preocupaciones. A tratar de construir nuestro paraíso en la tierra, y ese paraíso debe ser nuestro hogar. Esa es la visión victoriana e hipócrita de la familia que tan bien describieron autores como Oscar Wilde: un hogar es un lugar donde se vive en la apariencia para hacer lo que a uno le dé la gana sin molestar y sin que le molesten. Un mundo así sólo es paradisíaco en apariencia, pues el hombre no está hecho para esa paz superficial. Un mundo así acaba por romperse, aunque sólo sea por superar el aburrimiento. Sin embargo, en tiempo de crisis, renace la necesidad de una familia auténtica. Uno se sabe necesitado, y sabe que otros le necesitan. La vida se convierte en un reto y una aventura de superación, para la que buscamos buenos compañeros a los que nosotros también queremos ser fieles. La familia y el hogar cobran, entonces, su verdadero rostro: son ese lugar de aventura y superación, de renuncias a uno mismo por un bien mayor, de superación personal y de saberse parte de un proyecto a la vez frágil e importante. Ese mundo de aventura, aunque sea a veces difícil, incómodo e incierto, es un mundo propiamente humano, donde los vínculos interpersonales cobran densidad y la vida gana en intensidad y hondura. Siempre, en tiempos de crisis, sale lo mejor de nosotros mismos. Dejemos de mirar al bolsillo por un momento y veamos cómo cambian nuestras relaciones familiares, cómo descubrimos más cerca y más humanos a quienes ya nos querían antes. Cómo se destilan las mejores de nuestras re laciones familiares y de amistad. Veamos allí una oportunidad para edificar ese lugar donde la vida se ensancha.

Fotografía de Álvaro Abellán

$red

Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach