SIN CONCESIONES
Mola mogollón
Por Pablo A. Iglesias3 min
Opinión06-09-2009
"Casarse mola mogollón". Esta expresión parece propia de un chaval de 15 años que acaba de descubrir el amor en su vida, o de un joven de 23 recién casado que todavía no ha descendido de la nube en la que se vuela el primer año de vida conyugal. Sin embargo, semejante afirmación proviene de un sacerdote experimentado, párroco de una iglesia de Madrid habitualmente tachada de ultracatólica por muchos intolerantes laicistas por su mera ubicación geográfica a las afueras de la capital. Allí se casaron el sábado dos de mis mejores amigos y allí cayeron un par de lágrimas desde mis pupilas cuando escuché las sabias y profundas explicaciones del sacerdote. Su frase exacta fue, en realidad, "Casarse por la Iglesia mola mogollón". El cura trataba así de ensalzar el paso dado por Vicky e Isaac. Tomar la decisión de casarse nunca es fácil y, en estos tiempos en los que la felicidad se confunde con la alegría de una borrachera, menos todavía. Casarse cuando aumentan vertiginosamente las estadísticas de divorcios tiene más valor. Casarse, además, por la Iglesia es una heroicidad a la que no todo el mundo está dispuesto. Al sacerdote de la boda no le faltaba razón. Quienes se casan en el altar lo hacen convencidos de que van a compartir el resto de su vida con la persona que se esposan. El matrimonio civil permite la separación y el divorcio hasta el punto de que algunas parejas han roto el contrato nada más regresar del viaje de luna de miel. Cuando dos novios se juran con sinceridad amor eterno ante Dios y ante sus familias, el éxito de la relación no está garantizado, pero sin duda adquieren una obligación mucho mayor consigo mismos y con la otra persona. Por eso, aducía el sacerdote en la ceremonia del sábado, "casarse por la Iglesia mola mogollón". Más aún en estos tiempos en los que escasea la responsabilidad y el término compromiso provoca miedo, especialmente entre los jóvenes. Sentado en la iglesia, mientras contemplaba el amor que se prometían mis dos amigos, las lágrimas asomaron a mi mejilla cuando el sacerdote relató la historia de dos ancianos octogenarios que allí mismo habían celebrado sus bodas de oro. Al preguntar a la mujer si quería a su marido igual que cuando contrajo matrimonio hacía medio siglo, ella replicó: "Por supuesto que no, le quiero un millón de veces más que entonces y sólo le pido a Dios que me lleve al cielo antes que a él porque no soportaría pasar ni un solo día sin su compañía". Eso era verdadero amor: perenne, sempiterno e imperecedero. Así -pensé- me gustaría envejecer. Luego volvieron a humedecerse los ojos al ver a mis padres bailando como cuando se conocieron hace casi cinco décadas, al ver a mi hermano agarrado de la mano de su esposa y al ver ensayar el valls a mi pareja de amigos recién casados. Ahora también se entumecen los párpados simplemente de recordarlo y de dar gracias a Dios por tenerles cerca a todos ellos porque mi mujer a menudo me pregunta si volvería a casarme con ella y yo siempre respondo lo mismo: "Por supuesto, mañana mismo".
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Pablo A. Iglesias
Fundador de LaSemana.es
Doctor en Periodismo
Director de Información y Contenidos en Servimedia
Profesor de Redacción Periodística de la UFV
Colaborador de Cadena Cope en La Tarde con Ángel Expósito