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La fiesta de las fiestas

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión21-12-2008

Conocido como el poverello (el pobrecillo), Francisco de Asís conquistó a quienes le conocieron porque en lugar de mendigar por un pedazo de pan o unas monedas de oro, se limitaba a pedir piedras. Piedras para reconstruir San Damián, una iglesia derruía. Lo que pocos sospechaban es que aquel joven que quiso ser trovador y militar, además de reconstruir una iglesia de piedra reconstruyó la Iglesia de Dios: sacó la santidad de los monasterios a las calles; desplazó el centro del mensaje cristiano de la penitencia de ser pecadores a la alegría de ser hijos de Dios; del retirarse del mundo, al amor por la nauraleza, los animales y, sobre todo, los más necesitados. Fue trovador, pero no de galanterías, sino la mayor historia de amor jamás contada: la de quien era Dios y se despojó de todo por amor a los hombres. Fue militar y libró grandes combates, pero no con la espada, sino con la Palabra. A él le debemos que la que él consideró la fiesta de las fiestas, la Navidad, se c onvirtiera en el momento más alegre, hogareño, feliz y sorprendente del año. Visitó Tierra Santa y, desde entonces, meditaba en su corazón cómo debió de ser la primera Navidad. Gracias a su buen amigo Juan, un aristócrata que despreciaba la nobleza de sangre y anhelaba la de espíritu, consiguió unos terrenos en Greccio (Italia) y allí reprodujo, en Navidad, el primer Belén viviente. Su propuesta se hizo popular y hoy todos los que tenemos un Nacimiento en casa le debemos al santo de Asís inaugurar esta tradición. Para él, el cristianismo no era una religión, ni una moral, ni una ideología: era la mayor historia de amor jamás contada. Un amor nada platónico (de esos espiritualistas, blandengues y, en el fondo, cobardes), sino un amor bien carnal, bien apasionado, bien entregado y sacrificado. Desde entonces todos aprendimos que la ascesis y la renuncia no son por “desamor”, sino por amor comprometido. Por eso lloraba de alegría al ver al niño Dios, al Dios encarnado, indefenso y pobre en el pesebre. Francisco quería, en su primera representación del Belén, contar con el buey y la mula. No aparecen en los evangelios, pero la tradición los recuerda. Y quizá por lo que puede leerse en el libro de Isaías: “Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo; Israel no conoce, mi pueblo no entiende” (Is 1, 3). “Hermano buey”, pensaría el poverello, “yo quiero ser como tú, como los pastores, como los sabios de Oriente: quiero reconocer siempre a mi dueño”. Ahora que los símbolos navideños entran en crisis, conviene recordar de dónde vienen, qué significan. No es una cuestión de fe y religión, sino de autenticidad y cultura. En Oxford han decidido dejar de celebrar la Navidad. Oficialmente, ahora celebran las “fiestas de la luz invernal”. Supongo que dejarán de felicitarse, de hacerse regalos, etc. Porque, ¿qué demonios significa celebrar la luz invernal? ¿es ese acontecimiento algo verdaderamente memorable? Lo mismo podríamos decir de las luces de Madrid: ¿qué significan? Cuando una fiesta no significa nada, su alegría es hueca, falsa, fantasmal. Entiendo a quienes acusan a las Navidades de ser unas fiestas hipócritas: “¿Por qué hay que estar alegres? ¿Por qué toca? Pues sí: o estamos alegres porque nos conmueve la misma historia de amor que conmovía a San Francisco y que nos inspira para querernos más unos a otros, o estamos alegres porque toca, lo que, francamente, inspira poco. Las fiestas huecas, las fiestas que “tocan”, las fiestas de calendario (“luz invernal”, “solsticio de invierno”), han de ser necesariamente tristes. Son las fiestas de celebración, las fiestas que “esperamos”, las fiestas del tiempo del corazón, las que revelan ese lugar donde la vida se ensancha.

Fotografía de Álvaro Abellán

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Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach