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PAKISTÁN

Pervez Musharraf, entre Occidente y el fundamentalismo islámico

Por Miguel MartorellTiempo de lectura3 min
Internacional15-07-2007

El presidente de Pakistán, Pervez Musharraf, se halla nacional e internacionalmente debilitado y golpes sobre la mesa como el que ha llevado a un asalto sin piedad a la Mezquita Roja de Islamabad no hacen más que perjudicarle. Hoy por hoy, Musharraf se mueve entre el recelo de Estados Unidos y la Comunidad Internacional y las presiones de los islamistas radicales de su país, literalmente, entre la espada y la pared.

Pese a que el general Musharraf llegó al poder gracias a un golpe de Estado en 1999, nunca ha gozado de una posición de poder consolidada. Sin embargo, siempre ha tenido cierto prestigio entre los militares, quienes le apoyaron en su revuelta contra el primer ministro Nawaz Sharif cuando éste trató de destituirle por las continúas refriegas que el Ejército, bajo su mando, mantenía en el distrito de Kargil, en la provincia de Cachemira, contra India. Educado en un colegio cristiano de Pakistán, Musharraf fue recibiendo los valores occidentales y en más de una ocasión se ha declarado admirador del padre de la República laica de Turquía, Kemal Ataturk. La educación occidental, además de la creencia en un Estado laico, trajo consigo ideas de corte nacionalista y Musharraf se convirtió en un destacado enemigo de India, en un conflicto que Sharif trató de evitar y que Musharraf alargaba con sus combates, junto a islamistas de corte radical, en Ragil. Fueron precisamente esas diferencias las que llevaron al intentó de destitución de Musharraf y al consiguiente golpe de Estado. Tres son los logros que se le deben reconocer al actual presidente de Pakistán desde su llegada al poder en 1999: un notable éxito en la política económica -ha convertido Pakistán en una de las potencias emergentes de Asia-, una tendencia democratizadora en ciertos aspectos -especialmente en lo que se refiere a la libertad política y de expresión- y una actitud implacable contra el islamismo radical. Ha sido precisamente este último logro, entre la multitud de sombras que tiene su mandato -por ejemplo, los altos índices de corrupción que han colocado al país en el puesto 142 de países menos corruptos del mundo- lo que le ha debilitado de puertas para adentro, sobre todo entre los sectores más fundamentalistas del Islam que vieron en él a un nacionalista convencido contra India. Tras los atentados del 11-S en Nueva York, la Administración de George W. Bush vio en Musharraf -y en las bases militares de Pakistán- un aliado indispensable para llevar a cabo sus bombardeos sobre Afganistán. Viendo la política que el presidente aplicaba con madrazas y mezquitas de islamistas radicales en el país, Washington pensó que sería un líder dispuesto a colaborar. Sin embargo, Musharraf se posicionó en un primer momento a favor del régimen talibán de Afganistán, no por su relación con Al Qaeda u Osama bin Laden -de hecho, ha condenado en varias ocasiones tanto el terrorismo como el islamismo radical- sino que ha creído en la libertad política de su país vecino frente a las injerencias de EE.UU. Fue una llamada del vicesecretario de Estado de EE.UU. Richard Armitage -en la que le amenazó con devolver a Pakistán a la “edad de piedra” si no colaboraba con Washington en su “guerra contra el terror”- lo que hizo que Musharraf se situara del lado de la Administración Bush. El presidente valoró la posibilidad de mantenerse al margen o incluso de apoyar a los talibán, pero se dio cuenta de que postularse como un enemigo de EE.UU. podría derivar en un ataque conjunto de Estados Unidos e India contra Pakistán. Tras dar su apoyo a Washington, el conflicto interno en Pakistán se agravó. El ulema Abdul Aziz, uno de los líderes radicales que se atrincheraban en la Mezquita Roja, le declaró abiertamente la guerra y Musharraf, que se apoya desde hace tiempo en sus aliados parlamentarios de Muttahida Majlis-e-Amal -formado por seis grupos islamistas- se vio obligado a comenzar sus equilibrios políticos para combatir a unos sin molestar a los otros.

Fotografía de Miguel Martorell