ANÁLISIS DE SOCIEDAD
Migajas
Por Almudena Hernández2 min
Sociedad10-05-2007
Salí de las tripas de la ciudad, de ese vapor pegajoso de rebaño humano que hay en el subsuelo de la capital. El reloj rondaba las diez de la mañana. Tras ignorar a mis compañeros de viaje y dejarme conducir mecánicamente por las escalerillas eléctricas y los pasillos del metro, al fin abandoné la estación. En la calle el día se había despertado primaveral. Junto al paso de cebra alguien me abordó en este Madrid incomunicado, en el que nadie habla con nadie: “¿Colabora con la lucha contra el cáncer?” Abrí el bolso, luego el monedero. No tenía dinero suelto. Busqué una solución para acallar la voz de mi conciencia y, al mismo tiempo, sin caer en el despilfarro de depositar en la hucha un billete. En la esquina un inmigrante vendía lotería. Era un afiliado a la ONCE. “¿Tiene cambio?”, le dije. “¿Cuántos cupones va a querer?”, me contestó. Y de nuevo surge aquella voz de la conciencia que un minuto antes me había puesto en un compromiso. “Sólo quiero uno”, respondí al ciego tras darme cuenta de que su recaudación también era importante para muchas personas. Horas después descubrí que el cupón no había resultado agraciado y que mi cuenta corriente continúaba a dieta. Entregué un par de monedas a la señora que me puso una pegatina en la solapa para luchar contra el cáncer. Continué adelante por la calle. "Acabo de realizar la hipócrita buena obra del día", pensé. Apenas había depositado en la hucha unas migajas de mi sueldo mileurista, y eso que el cáncer es una enfermedad maldita en mi entorno más cercano. El mal de esa palabra terrible se llevó a varios de los míos. Días después aún continúo pensándolo: Cuánto les gustaría a algunos vivir con las migajas de mi vida, con los minutos que desaprovecho, con los recortes de mi dieta, con el sueldo que ingreso cada mes, con la ropa que jubilo de la temporada pasada, con el agua que gasto, con la comida que compro, con el padrenuestro que repito de memoria cada domingo. Echo la culpa a la sociedad, a sus prisas, a su silencio egocéntrico, a sus humos y a sus atascos. Pero el vapor del metro me indica que ahí abajo, tan cerquita del infierno, hay gente con corazón caliente que respira, y que quizás necesita mi ayuda, y que quizás no se atreve a pedirme ni las migajas que me sobran.
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Almudena Hernández
Doctora en Periodismo
Diez años en información social
Las personas, por encima de todo