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SER UNIVERSITARIO

Vigilia Pascual en Jerusalén

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión09-04-2007

La Navidad tiene mejor prensa que la Semana Santa. Sin embargo, es la Vigilia Pascual -al morir el Sábado Santo, en vísperas del Domingo de Resurrección- la fiesta más señalada en el calendario romano. En Navidad el niño-Dios viene al mundo y abaja el cielo hasta nosotros. En Semana Santa ese Dios muere -como todos los hombres- para elevarnos -también a todos los hombres-, con su Resurrección, al Cielo de una Vida Nueva. Si en Navidad Dios se hizo hombre por Amor a nosotros, en Semana Santa Dios nos hace como dioses con una sola condición: que creamos en su palabra viva, en su ejemplo: que nos amemos como él nos amó. Si cumpliéramos ese mandato, esta tierra sería ya un cielo. Pero ni siquiera podemos imaginar cómo será ese cielo prometido y eterno, perfecto, sin la sombra de desastres naturales ni maldades morales. Sin muertes, sin accidentes, sin enfermedades, sin absurdos, sin sinsentidos. Quizá será la “Casa del Padre” ese hogar-perdido que nostalgia nuestro corazón y que a menudo despreciamos por vergüenza a que nos tachen de ilusos. Te animo, querido lector -seas creyente, crédulo o incrédulo-, a meditar el rito de la Vigilia Pascual. También te animo a que la vivas, al menos una sola vez, en Tierra Santa. Allí sucedió todo. Allí la historia del hombre se vio conmocionada por el nacimiento de un tipo que se llamó a sí mismo El Mesías, el Hijo de Dios, el Camino, la Verdad y la Vida. Allí convocó a multitud de discípulos y apóstoles que dieron testimonio de su vida, su muerte y su resurrección. Hoy, hasta el calendario da testimonio de aquello. Los años, de su nacimiento en Belén. Cada domingo, de su pasión, muerte y resurrección en Jerusalén. Pero es que en Tierra Santa las piedras hablan. Nazaret recuerda que una virgen dio permiso a Dios para entrar en el mundo: “Hágase en mí según tu Palabra”. Belén aún enseña que Dios vino a salvar a los pastores y personas de corazón sencillo. Canná y Cafarnaúm nos muestran que Jesús no vino a rendir cuentas, sino a regalar abundante pan, vino y agua celestiales. En el Monte de las Bienaventuranzas resuenan palabras eternas de alegría para los pobres y sencillos, para los hambrientos de vida eterna, para los que lloran. El mar de Galilea aún sostiene la fe en los milagros que calman la tempestad interior de los hombres. En el huerto de los Olivos habla la piedra en la que Cristo dijo, sudando sangre: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Las vivas y estrechas calles de Jerusalén hablan todavía hoy de un pueblo que respondió con odios, burlas, tortura y muerte a quien vino a hablar de Amor y lo hizo hasta su muerte: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. El Santo Sepulcro y cada Eucaristía nos interpelan del modo más provocador: ¡Jesús ha resucitado! -gritan- ¡y se ha quedado con nosotros hasta el final de los tiempos! Tierra Santa, 2000 años después, conserva muchos lugares exactos. Otros reflejan el ambiente o el paisaje de la época. Algunas iglesias y basílicas recuerdan gestos y acciones que aparecen en los Evangelios y que son fruto de peregrinación veneración desde hace cientos de años. Allí han regresado los judíos, allí permanecen musulmanes y allí quedan todavía muchos cristianos. Nos venden que es un lugar peligroso, pero Jerusalén es Tierra Santa para las tres religiones y con esas piedras no se juega. De veras, querido lector, que después de mi experiencia allí no puedo dejar de invitarle: medite la Vigilia Pascual. Visite Jerusalén. Mejor: si puede, haga las dos cosas a la vez. Jamás se arrepentirá. Tiene la palabra de este testigo.

Fotografía de Álvaro Abellán

$red

Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach