SER UNIVERSITARIO
La historia de Natascha
Por Álvaro Abellán2 min
Opinión03-09-2006
Natascha Kampusch. Así se llama la joven austriaca de 18 años secuestrada desde los diez. Seguramente un apelativo mucho más cariñoso usó su secuestrador, pero a nosotros nos ha llegado apenas su hermoso nombre de nieve y una historia para dejarnos helados. Más amable es su foto, la foto, aquella única foto que no vimos durante los ocho años en que estuvo perdida, y que ahora está archivada para siempre en nuestra chismosa memoria colectiva. Natascha nos mira simpática desde una foto de una niña pequeña a la vez que madura, inteligente, despierta y formal. Una monada de niña que todos hubiéramos querido llevarnos a casa… si el sentido común no nos dijera que no hay nada peor para ella. Síndrome de Estocolmo. La niña tiene síndrome de Estocolmo. Muchos se extrañan: ¿Cómo es posible amar a tu propio secuestrador? La psicología humana es muy complicada. Amar a alguien es, en cierto modo, pertenecerle. El secuestrador vivía para Natascha, se volvió literalmente loco por ella y ella no tuvo otro remedio que enfocar toda su vida en él, en la única persona con la que trataba, en la única con la que podía hablar, llorar, reír, confesarse, preguntar, y, también, la única a la que podía querer y la única por la que podía ser querida. Se repartían las tareas del hogar. “Él jamás me hubiera hecho daño”, podrá decir, asustada ahora al leer la prensa y ver a tantos maridos que matan a sus esposas en pleno mes de vacaciones. Pero el cariño, el afecto, la comprensión, la necesidad… pasiones propias de muchos locos, no son amor. El amor, o es libre, o no es. El amor es cuerdo. Es verdad que los esposos se esposan el uno al otro y prometen, valientes, que pasarán el resto de sus vidas uno junto al otro. Pero esa entrega total es voluntaria, generosa, libre y recíproca. Esa entrega generosa es querer lo mejor para el otro, aunque nos duela. Por eso, porque Natascha no podía amar sino desde la libertad, Natascha necesitaba escapar. Escapó ya de la cárcel física y aún queda lo peor: un laberinto sentimental y psicológico difícil de escapar e imposible de olvidar. Habrá quien se quede con que el síndrome de Estocolmo es una locura, porque es demostrar amor a quien te hizo mal. Pero precisamente por ser locura, no es amor. Yo me quedo, más bien, con la lección contraria: por más cariño, tiempo, dedicación, deberes, órdenes o lavados de cerebro que intentemos, no podemos obligar a nadie a amarnos de verdad. Todo auténtico amor nos es siempre regalado. Que tomen buena nota los secuestradores. Que tomen buena nota los maltratadotes. Que tomen buena nota los mezquinos que esperan que tras una acción suya -la que sea- van a ser amados como recompensa.