ANÁLISIS DE DEPORTES
Dime de qué presumes…
Por Roberto J. Madrigal3 min
Deportes15-05-2005
Cinco temporadas sin ganar nada eran demasiadas para un club como el Barcelona, cuyo retorno al selecto club de los campeones –del que lo habían desplazado, de un tiempo a esta parte, equipos como el Valencia y el Deportivo– es una buena noticia para el interés del fútbol. Nadie duda de que la rivalidad culé, bien entendida, con el Real Madrid reaviva el interés de la competición, sin perjuicio del mérito de otros equipos. Un título representa haber trabajado bien desde antes de empezar la temporada, desde el momento en que se decidieron los fichajes. La secretaría técnica y el cuerpo técnico del Barcelona –con Frank Rijkaard a la cabeza– han mostrado, desde luego, su competencia. Enhorabuena. Después sucede que, como en cualquier acto político, se quiere intentar vender y sacar lustre a los buenos resultados deportivos de las secciones del Barça. Los éxitos, desde luego, están: la Liga de Campeones de balonmano y el título europeo de hockey sobre patines han llegado, además de la propia Liga de fútbol, de la mano. Incluso el baloncesto, pese a estar en fase de transición, ha experimentado una mejoría y suscita optimismo con vistas al inminente playoff. Sin embargo, no se puede olvidar la gravísima crisis que ha llevado al banquillo a Manolo Flores y cómo se produjo: por el empecinamiento de Laporta en imponer su criterio –es decir, la dirección deportiva de Valero Rivera– y las purgas entre los que no estaban de acuerdo. Las celebraciones sólo sirven para aparcan por poco tiempo los problemas de fondo en la gestión institucional. La tendencia de Joan Laporta a la exaltación del Barcelona como máximo icono regional –en línea política con los planteamientos más radicales del nacionalismo catalán– debe ser manejada con precaución. Tampoco es ningún secreto el distanciamiento con respecto al vicepresidente, Sandro Rossell, que pese a que se quiere llevar con discreción y una cierta elegancia, no oculta divergencias y tensiones profundas. Así resulta que en parte por decoro, en parte por subirse al carro ganador, resulta que de un tiempo a esta parte ninguna celebración tiene su lado oscuro. Todos los jugadores hacen piña, botan y gritan como si nunca hubieran ganado nada, como si toda la temporada hubiera sido un camino de rosas, como si todo triunfo no tuviera un comienzo dubitativo, su base en un momento de crisis. Nadie se acuerda de los compañeros que no están, de los que no lo pueden celebrar, nadie se enfada, en el buen sentido, para hacer que un título sea algo más que una fiesta, sirva para. No hay quien aproveche la ocasión para hacer de la fiesta un acto de rebeldía, para sacar a colación preocupaciones y temas de interés, de tinte solidario. Tal vez por eso, los jóvenes empiezan a dejar de querer ser como los futbolistas y asumir otros modelos. El fútbol va encontrando su lugar: también en esto parece notarse el final de la época dorada de las televisiones.