Imaginad un país en el que todo el establishment -político, económico, aristocrático, judicial, mediático- parece confabulado por una simple cuestión de ambición. Ponedle una banda sonora a lo Nino Rota y llevádle la historia a un guionista estadounidense. Un drama político al más puro estilo hollywoodiense no tendría tanta enjundia como la España actual, que se hunde en una crisis de credibilidad interna sin precedentes.
No hay mucha diferencia entre la mafia calabresa, por ejemplo, y algunos -amplios- sectores de nuestra clase dirigente. En lugar de familias se trata de una casta política formada por familiares, amiguetes y cachorrillos, con sus grupitos de matones y sus afiliados pusilámines, sus curritos y sus capos. Unas estructuras de poder e influencias definidas y engrasadas en las que priman la ambición y los chanchullos; como en las calles, pero a lo grande.
La historia tampoco es nueva. España lleva funcionando así desde hace siglos, con la única diferencia de que en las últimas cuatro décadas nos habíamos creído el cuento de la sana democracia. Mirábamos por encima del hombro a Italia o a Grecia, con Berlusconi y sus astracanadas, con sus políticos metiéndole mano a la caja europea, con su ciudadanía acogotada y dividida en corifeos.
La realidad ha demostrado que no somos tan distintos como creíamos.
Desde la Casa Real a los principales partidos políticos, pasando por gobiernos forales, comunidades y ayuntamientos, nadie parece libre de culpa. Sin embargo, el haber llegado a este punto no es más que una de las consecuencias de la picaresca española, esa de la que presumimos, codo en barra y sonrisa sardónica en la cara, de tanto en tanto.
Todo esto que ahora produce indignación y protestas, pero sobre todo vergüenza ajena, es una réplica a mayor escala de las facturas sin IVA, las bajas médicas falsas, el primo enchufado, los días libres a cuenta de la empresa, el peloteo interesado. En definitiva, uno de esos juegos de trileros en los que a los españoles no hay quien nos gane.
En cierto modo, hemos sido cómplices del desfalco al que se ha sometido al Estado del Bienestar, poniendo nuestro granito de arena con nuestras pequeñas faltas, mirando hacia otro lado cuando éstas sucedían en casa, acordándonos únicamente cuando las cosas han venido mal dadas.
Ahora solo queda esperar que la Justicia actúe con ellos tal y como haría con cualquiera de nosotros, pero eso, me temo, no sucederá. Quizá sea eso lo peor de todo: hemos perdido la esperanza de que el sistema vuelva a funcionar.
PS.- Como enjuague, un dato para el optimismo: las encuestas dan por aniquilado el bipartidismo. Por fin la calle se moja en la política.