Cada cambio de gobierno que se produce en la vieja Europa -y van casi 20 provocados por los mercados en los últimos cuatro años- trae a un personaje más anodino y oscuro que el anterior.
Francia es solo el último ejemplo de ello.
Dice adiós Sarkozy, con sus formas de adolescente enamorado y caudillo impertinente, el hombre que casi se atribuyó la caída del muro de Berlín.
Le sustituye Hollande, un tipo del que su exmujer ofreció una demoledora descripción: ¿Alguien recuerda uno solo de los logros de François en 30 años de carrera política?.
En el recuerdo lejano está Reino Unido, que cambió a Gordon Brown, abotargado y con cara de amargado, por un aristócrata estirado muy british llamado David Cameron, que se antoja salido de un gag de los Monty Python y que prefiere jugar en el fuera de juego; algo, por otra parte, también muy british.
O Italia, que renunció a ese putero tan lleno de salero como de malos modales que era el inefable Cavaliere Berlusconi.
La vida es un poco más aburrida ahora que solo sabemos de Silvio por los testimonios de los juicios que tiene abiertos. Por el contrario, la principal característica de Mario Monti ha sido su sumisión y, además, le pese a quien le pese, sus titulares no dan juego.
Qué decir de esta España nuestra, que dio boleto a un tipo capaz de recitar sin pestañear aquello de 'la Tierra no pertenece a nadie, salvo al viento' ante dirigentes de medio mundo que solo esperaban la hora del canapé.
Era el alma de la fiesta, el pobre, y lo cambiamos por este presidente del que tenemos noticias por sus notas de prensa y porque alguien alguna vez lo vio en otro país desdiciéndose de algo que dijo que haría, anunciando que hará lo que dijo que no haría o dándose a la fuga para que no cunda el pánico.
A falta de sabios, del circo político elegimos a los payasos y cuando nos cansamos de ellos se quedaron los tristes.
Nos gobiernan hombres grises y, como en la novela de Michael Ende, se fuman nuestro tiempo para sobrevivir.