Si se comprueba que el suceso del pasado fin de semana en Leiza (Navarra) fue un montaje urdido por el propio guardia civil que resultó herido, debería caer sobre él todo el peso de la Ley. Y un poco más. Salvador .M, de 34 años, malagueño, lejos de su familia, dicen que podría haber querido hacer méritos para volver a su tierra. Y para ello, según el rumbo que ha tomado la investigación, no se le ocurrió otra cosa que fingir un falso tiroteo con imaginarios terroristas.
Fue torpe. En la zona sólo se halló la munición que habitualmente usa la Guardia Civil. No presentaba ni un sólo moratón en el pecho, pese a asegurar haber recibido tres disparos en su chaleco antibalas. La herida de su brazo seguramente era demasiado limpia para un enfrentamiento armado. El único rastro de ETA era un amago de lanzagranadas construido a partir de tubos de PVC. Pero la colocación del aparato era tan cutre que tampoco coló. La mentira demostró volver a tener las patas muy cortas.
Si se demuestra que mintió, no sólo no volverá a su tierra con su familia, sino que se le quitarán las ganas de volver a repetir una cosa así. Si se prueba que fue un montaje, este agente habrá emborronado el trabajo impagable de las Fuerzas de Seguridad en su eficaz lucha contra una ETA cada vez más acorralada. Pero lo peor es que habría intentado reírse de los centenares de víctimas que, de verdad, sí perdieron la vida frente a la banda. Incluido el compañero al que vio morir en el mismo cuartel de Leiza en 2002 producto de un artefacto explosivo de los terroristas. De haber conseguido su objetivo, este agente habría pisoteado la memoria de todos ellos. Al final la única conclusión positiva de este asunto es que, una vez más, los atajos en materia antiterroristas nunca son recomendables.
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