Cuando alguien es insensible se dice que es una piedra. Quizá por eso hay un extendido pensamiento de que las estatuas no lloran. Pero no es así. Debajo de esta esfinge de hierro fundido hay lágrimas y un profundo pesar. Ha muerto Jordi Solé Tura. Ha muerto un trozo fundamental de la historia de España. Ha muerto un símbolo del consenso. Ha muerto una parte de la Transición. Ha muerto uno de los padres de la Constitución de 1978.
Jordi Solé Tura fue toda una institución en estas Cortes Generales. Uno de los salones parlamentarios lleva su nombre. En esta Cámara Baja muchos le recordamos aunque él fuera incapaz de hace tiempo de recordar nada. El país le tendrá siempre en su memoria aunque la suya se hubiera debilitado antes de morir. Cuando en 2003 se conmemoraron las bodas de plata de la Carta Magna, Solé Tura no pudo asistir a los homenajes organizados en su nombre y en el de los demás padres de la Constitución.
Su marcha llega dos años después de la de Gabriel Cisneros, otro ponente constitucional que paseó casi hasta el último de sus días por los pasillos del Hemiciclo con las manos en la espalda y ritmo pausado mientras aleccionaba con su sabiduría a los recién llegados. Solé Tura estaba retirado de la política, aunque antes acumuló una larga trayectoria que le llevó incluso a ser ministro en los gobiernos de Felipe González.
Ha muerto pero siempre estará con nosotros mientras siga en pie la Constitución que ayudó a levantar en 1978. Es la misma que algunos de sus compañeros socialistas y de sus convecinos catalanes quieren echar ahora abajo para proteger a toda costa el Estatuto. Además, ha fallecido en el aniversario de la Carta Magna, como si con su muerte quisiera rendirle homenaje. La Constitución no es sólo el marco jurídico que regula nuestro Estado de Derechos. También es la herencia de nuestros padres, los constitucionales y los biológicos.